“El arte es la mentira más hermosa de todas porque nos permite ver la realidad de una manera en la que somos capaces de soportarla”
Joaquín Sabina.
Tenemos los compañeros de la academia de Acción Impro un chat grupal en el que vamos contando de todo: hablamos de las clases, recomendamos películas y ejercicios que nos pueden servir; de los espectáculos que se presentan en la sala, etcétera. Hace poco escribió una compañera lo siguiente:
“Por favor abran un curso entre semestres o cuéntennos cómo van a hacer para calmarnos estas ganas de estar haciendo impro todo el tiempo”.
Muchos de estos estudiantes son personas que nunca habían tenido contacto con su lado artístico. Seguramente entraron a la academia para hacer el curso de Miedo Escénico y de ahí se fueron enganchando y siguieron haciendo cada semestre el curso siguiente. A varios de ellos los conozco desde que comenzaron y verlos ahora -transformados, comprometidos, seguros- es gratificante. Realmente se siente el cambio de esas personas inseguras que eran hace unos años a los que ahora se suben al escenario con ganas de dejarlo todo.
Ese mensaje de mi compañera me dejó pensando, no solo en lo mucho que la impro se convierte en una forma de vida, sino en lo necesario que es el arte para el ser humano. En momentos en los que el mundo pareciera someternos a ritmos de trabajo (y de vida) que agotan, ese escape nos devuelve a nuestra esencia. Y no hablo de escape en el sentido de querer huir, por el contrario, el arte se convierte en regreso. En regreso a esa niña y ese niño que más que jugar imaginaban escenarios enormes y posibles. Regresar a esas épocas en las que un cepillo de cabeza era un micrófono; un ventilador, la hélice de una avioneta; la máquina de coser de la abuelita, los pedales del tractor.
Nunca hemos dejado de soñar. No hemos dejado de ser niños. Simplemente lo hemos guardado como si ser adulto estuviera desconectado de lo que fuimos; y es por eso que cuando volvemos a encontrar estos espacios en los que damos rienda suelta a lo que creemos, creamos e imaginamos, las sonrisas que aparecen son, al comienzo, de sorpresa e incredulidad, pero luego de dicha y gozo puro.
Hacer impro es jugar. Pararse en un escenario es decirle al niño y a la niña que fuimos que lo logramos, que valió la pena; que no los olvidamos. Escuchar una canción y sentirse feliz. Mirar un cuadro y sentir la pasión de quien lo pintó. Conmoverse hasta el llanto con un poema. Verse reflejado en el personaje de un libro. Esas son algunas de las maneras en las que seguimos conectados con la imaginación, con el deseo, con la pasión. En ahí, en esa cajita, donde siempre espera aquella persona que nunca dejamos de ser.
Mi trabajo está ligado al arte. Soy comediante y fotógrafo. A veces también escribo. Quizás por esto esa conexión que tengo con el escenario siempre ha existido de manera natural y, no pocas veces, ha sido el lugar en el que, paradójicamente, he estado más solo y cómodo conmigo a pesar de estar en frente de cientos (y hasta miles) de personas. Para mí el arte siempre ha sido parte fundamental de mi vida y quizás por eso me sorprendo cuando alguien me dice que lo que hago le parece especial, pero ¿acaso no todos somos especiales? ¿acaso no todos llevamos el arte con nosotros?
A mis compañeros que quieren estar improvisando todo el tiempo, ya entendieron de qué se trata la vida: nunca dejar de crear. Nunca dejar de creer.