Por: Alejandro Mejía Restrepo

Así me lo contaron y así lo recuerdo: en medio del bosque, entre sonoras carcajadas y algunos secretos, andaban de picnic Caperucita Roja y el Lobo Feroz.

Tiene el escenario tanto de mágico como de terrorífico. Y no es precisamente ese escenario la tarima al aire libre, el concierto o el teatro; pero sí es claro que de alguna manera todos nos enfrentaremos a uno en algún punto de la vida: la entrevista laboral, la reunión, la exposición en clase y, por qué no, la obra de teatro, el concierto, el monólogo o el papel en cine o televisión. Entonces, ¿qué es lo que tiene al fin de cuentas que gusta y asusta por igual?

Somos seres de comunidad y como tales habitamos y habitaremos espacios en los cuales tendremos que desenvolvernos, incluso los más tímidos. Incluso aquellos que se hacen llamar introvertidos. Digamos que esos escenarios de los que hablo acá son aquellos en los cuales, por un pequeño o largo espacio de tiempo, jugaremos a ser otros; porque incluso siendo nosotros, por ejemplo, en una entrevista laboral, tendremos que mostrar una faceta diferente a la que somos, por ejemplo, en la comodidad de la familia. Debemos mostrarnos seguros, firmes. Tenemos en mente ganarnos ese puesto. Recibir la llamada confirmatoria.

Cuesta -¡claro que cuesta!- el suelo frágil, endeble. De eso se trata enfrentar el miedo, más que a la escena, al escenario. Entender ese lugar, cualquiera que sea, como un espacio para sentirse cómodo, para jugar a ser la mejor versión de uno. ¿Acaso no todo está conectado? ¿Quién dice que atreverse a cantar una canción en un karaoke no puede servir de punto de partida para tener la seguridad a la hora de declarársele a alguien que le gusta a uno?

Pero así como cuesta se goza. La emoción de las luces apagadas y la música que avisa que el show comenzará en segundos. Los juegos de luces, las risas del público, los aplausos, la compinchería con la audiencia y los compañeros. Escribir o preparar una obra. Improvisar. Crear en el momento. Descubrir que uno lleva por dentro unas versiones de sí mismo que sorprenden. Y el efecto adrenalina: varias horas después aún recordar lo dicho, lo hecho. Y las ideas que comienzan a aparecer: “debí decir esto”, “¿cómo no se me ocurrió aquello?”, “qué buen apunte el de aquella”. El escenario, sin darnos cuenta, comienza a vivir en nosotros. Lo vemos y lo soñamos.

Una historia personal:

Cargo conmigo, no sé si con gusto, el peso de ser agorero: no paso una escalera por debajo, no entrego ni recibo la sal directamente con la mano y, afortunadamente, le perdí el miedo -y lo cambié por cariño- a los gatos negros. No es de extrañar entonces que tengo varios agüeros antes de subirme al escenario. Entro siempre con el pie derecho, me doy la bendición, hago una oración y, cuando me presento en grupo, siempre abrazo a todos mis compañeros antes de comenzar. A esto hay que sumarle la famosa frase “mucha mierda” que deseamos antes de cada función.

Nadie que no esté acostumbrado a este mundo diría que parece más sufrimiento que placer. La verdad el escenario es un lugar para respetar, para dejar la piel si se quiere. Es un buen amigo cuando quiere y es muy generoso. A veces también puede jugar en contra. Pero es un lugar bonito al que vale la pena conocer. No es un enemigo, no busca hacernos daño aunque creamos que puede hacerlo. Es el escenario un lugar para conocer y conocerse y, cuando esa ecuación se cumpla, es y será siempre el más bello de los enemigos.

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