Si nos detenemos a analizarla no es la gran foto, para nada. He tomado mejores, seguramente. Entonces, ¿qué tiene esta foto que merece un texto solo para ella? Ni yo lo sé, así que me lanzo a contarlo.
Ser fotógrafo de viajes es aprender a estar preparado para el fracaso y en esa misma línea del fracaso es aprender también a recibirlo con una sonrisa, si se quiere agregarle poesía a la ecuación. Pasar horas esperando algo, tener montado en la cámara el lente incorrecto, quedarte sin batería, estar sentado del otro lado de la ventana en el bus o en el tren. Los factores son muchos y ojalá uno pudiera lograr siempre la foto que imaginó por tanto tiempo. A veces llegas al lugar que tanto visualizaste y lo que encuentras dista notoriamente de lo que tenías en la mente. Si no aprendes a soltar y a recibir lo que llega te será muy difícil corregir y seguir la ruta.
Si pudiera llevar esta historia a la impro creo que muchos entenderán la analogía: estás listo en el escenario; el presentador del espectáculo explicó en qué consiste la improvisación; el público dio un título y eso te disparó en la cabeza una idea increíble, ¡guau!, sí que es bueno eso que se te ocurrió. Es maravilloso, hasta tienes un par de chistes en caso de que tus compañeros puedan leer tu mente y seguir ese guión que estás construyendo en tiempo real. Sales a escena con los demás actores y es otro compañero quien habla primero y propone. Tu idea no cabe en ese universo propuesto y tienes poco, muy poco tiempo para pensar. Es tu decisión, te quedas lamentando que no sea tu idea la que se desarrolle o sueltas y te sumas.
La impro ha sido una escuela que va más allá del escenario, ese hermoso enemigo del que hablé alguna vez. Recuerdo una historia que siempre me ha parecido encantadora y que intentaré condensar acá:
Cuando Steve Jobs estudiaba programación de computadores en Sillycon Valley tuvo que abandonar sus clases al enterarse de que sus papás no tenían el dinero para sostenerlo y aun así seguían haciéndolo. Él les inventó una excusa, les dijo que se había ganado una beca y que no tendrían que preocuparse de nada. Dejó las clases de programación, buscó un trabajo que le permitiera ahorrar y mientras tanto se inscribió en cursos gratuitos que ofrecía la universidad, entre ellos uno de caligrafía. Sus amigos le reprochaban esto y su respuesta siempre fue “algún día esto que estudio me servirá de alguna manera”.
Pasó el tiempo, Jobs pudo retomar las clases y graduarse, y varios años más tarde, al enfrentarse a crear un producto, hizo un estudio de la competencia. En resumidas cuentas todos los demás ofrecían exactamente lo mismo que él estaba creando, entonces ¿dónde estaría la diferencia? Lo notó en algo muy simple y que para muchos no valía la pena: la estética. Lo que él podía ofrecer eran las fuentes de escritura, en otras palabras, la caligrafía. Mientras los demás sistemas trabajaban con la misma fuente, su sistema incluía una, para el momento, amplia variedad.
Quizás ese ha sido uno de los más grandes aprendizajes que he recibido de la impro: estar preparado para lo que pueda suceder. Y si le puedo devolver algo a la impro a manera de gratitud es buscar muchas herramientas que me sirvan algún día en el escenario. Nunca se sabe dónde estará esa caligrafía que haga la diferencia.
Estaba en el Sudeste Asiático y después de casi un mes de viaje sentía que no había encontrado “la foto perfecta”. Me estaba obligando a hacer “esa foto ideal”. Cada vez que salía a caminar me forzaba a mirar cada lugar buscando la perfección y al no encontrarla estaba comenzando a frustrarme. ¿Cómo era posible estar en un lugar así y no tener una foto a la altura de las fotos que había visto antes de llegar allá? No estaba disfrutando el viaje como quisiera. No solo era fotógrafo, debía recordar que también era un viajero.
Me enteré de un ritual que hacían cada amanecer los monjes. Se levantaban muy temprano y comenzaban a recorrer la ciudad recibiendo las donaciones que los habitantes les ofrecen. Las condiciones para la fotografía eran las peores: poca luz, mucha gente entrometida, un frío inclemente y otras más. Entonces llegó el click.
No era la foto en sí, era todo. Era estar en el lugar, era la fortuna de presenciar esto, era ser testigo, era descubrir una nueva manera de emocionarme que no conocía. Era sobre aceptar. Fue una clase de caligrafía que tomé hace muchos años y que creía haber olvidado.
Con esas herramientas y con toda la actitud busqué el lugar indicado y disparé la cámara.
Cuando le conté la historia a un amigo me dijo una frase que me acompaña desde entonces:
“Hay lugares en los que el cuerpo y la mente no llegan al tiempo”.
Yo le agregaría que : Hay que saber soltar para estar preparados cuando lleguen.